Publicado en Expansión, el miércoles 5 de octubre (Título de la columna: “La política del dinero”).
“Keynesianos de todos los partidos, ¿de verdad quieren someterse a una regla fiscal?”
El Parlamento español finalmente cambió la Constitución para elevar el compromiso con la estabilidad de las finanzas públicas al mayor rango jurídico posible. Sin embargo, parece que tanto el gobierno que lo ha propuesto, como el principal partido de la oposición, que lo ha negociado y respaldado, parecen querer burlar los efectos que tendría una verdadera regla fiscal. Cierto es que la Constitución recoge ahora la obligación de no rebasar el déficit estructural máximo fijado en cada momento, el que resulta de descontar el efecto del ciclo sobre los ingresos y gastos públicos, pero con ello realmente no se ha prohibido el déficit constitucionalmente. Es más, la concreción del techo del déficit estructural se deja para una posterior legislación en la que poder, en su caso, diluir esta restricción. Y, además, su cumplimiento se ha acompañado de flexibles cláusulas de escape que permitirían justificar en la práctica cualquier saldo fiscal. Por último, esta nueva regulación no entrará en vigor hasta 2020. Señores, esto no es una regla fiscal efectiva: la auténtica elevación a rango constitucional de la prohibición de déficit fiscal es una decisión de gran relevancia que ha de tomarse con rigor y pleno convencimiento. Y ni lo uno ni lo otro.
Fueron, entre otros, dos grandes premios Nobel de Economía, J. Buchanan y F. A. Hayek (a quien parafraseo en el título de este artículo) quienes, desde dos escuelas de pensamiento liberales distintas, defendieron la imposición de frenos constitucionales al crecimiento del Estado tras la Segunda Guerra Mundial. Comprobaron que las democracias liberales de esos años no garantizaban un equilibrio real de poderes, que controlara y limitara a un ejecutivo que, cada vez más, aumentaba el ámbito y grado de intervención en la sociedad sin apenas oposición ni contrapoderes. La experiencia constata su tesis, ya que el tamaño del Estado creció espectacularmente desde 1950 hasta 1970 en las economías más desarrolladas. Fueron esos los años del Keynesianismo más voraz y, si me permiten, arrogante, caracterizado por la pretensión del Estado de dirigir la demanda agregada de la economía, así como por el manejo del presupuesto como herramienta estabilizadora del ciclo económico. Este activismo en política económica acabó con el equilibrio fiscal clásico año a año, que fue sustituido por el llamado equilibrio fiscal “a lo largo del ciclo”; que permitía que déficits fiscales acumulados durante las recesiones fueran luego compensados por superávit en los años de bonanza económica. Pronto vimos sus deficiencias: al margen de la dificultad de medir el ciclo económico, algo muy discutido sobre lo que no hay consenso en absoluto, hemos comprobado sobradamente que los gobiernos tienden a generar déficit a lo largo del ciclo, ya que rara vez se incurre en superávit y, cuando ese “milagro” ocurre, no llega a compensar ni mucho menos los déficits anteriores. España es un claro ejemplo: ¡sólo ha habido 3 ejercicios con superávit en los últimos 30 años!
Además, este deterioro notable de las finanzas públicas que las políticas keynesianas acarrearon multiplicó las necesidades de financiación del Estado, que acudió crecientemente a la emisión de deuda pública. Es aquí donde encontramos las similitudes con la coyuntura actual y el por qué del renovado interés en introducir normas constitucionales que preserven la sostenibilidad de las cuentas públicas: y es que tanto antes como ahora el Estado ha de competir con el resto de demandantes de crédito (privados) para “colocar” sus títulos de deuda en el mercado financiero. Especialmente en contextos de restricción de crédito, ello dispara los tipos de interés a los que se presta al Estado y a los agentes privados. El resultado es el aumento de la factura del gasto público y el encarecimiento del coste financiero de los inversores y consumidores, coste que muchas veces será prohibitivo (provocando el conocido efecto expulsión de la actividad privada por el abandono de inversiones que dejan de ser rentables). Si no se pone límite, está dinámica de más déficit y deuda conduce al empobrecimiento de la economía y a la insostenibilidad de las cuentas públicas. Esto les resultará familiar, me temo.
¿Están los políticos españoles, y europeos, dispuestos a adoptar una regla fiscal que limite su poder de manera efectiva? Sinceramente, creo que no existe la convicción necesaria para aplicar esta medida en puridad, con todos sus efectos, tanto políticos como económicos. Y es que, de adoptarse, implicaría un cambio de paradigma en la política económica que pasaría, principalmente, por la renuncia del Estado a regular el ciclo económico y por el necesario ajuste de sus cuentas.
Por último, si lo que se quiere es limitar verdaderamente el poder del Estado y controlar sus finanzas a medio y largo plazo, sería recomendable que se añadiera, junto con la prohibición clara del déficit año a año, un límite al crecimiento del gasto público. Para ver el alcance de esta propuesta, fíjense en la experiencia española durante la última expansión: “a lomos” de unas bases tributarias que crecían exponencialmente año tras año, se disparó el crecimiento del gasto público, y ello convivió con años de déficit reducido e incluso con superávit presupuestario. Ello creó una apariencia de estabilidad fiscal que ocultó un auténtico problema de insostenibilidad de ese ritmo de crecimiento del gasto público. Y es que fue la espectacular caída de la recaudación de los principales tributos, ocurrida desde 2007 tras el colapso del sector inmobiliario, lo que explica el grueso del déficit acumulado, ya que abrió una brecha abismal entre un nivel de gastos inasumible a medio plazo y una caída drástica de los ingresos públicos. Además, el intento inicial (y fallido) de salir de la crisis con políticas de gasto Keynesianas agravó aún más esta situación estructuralmente inestable. El colapso reciente de las finanzas públicas españolas se podría haber mitigado, e incluso me atrevo a decir que evitado, si se hubiera fijado un techo al crecimiento del gasto público en función del PIB durante los años de bonanza. Aprendamos de esta experiencia.
Juan E. Castañeda.