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Archive for October, 2011

Artículo publicado en el diario Expansión el 27 de Octubre de 2011,  en la columna: La política del dinero

Recapitalización bancaria: aumenta el riesgo de una deflación recesiva en Europa

El economista británico Tim Congdon, consejero de gobiernos británicos en los años 90 y acreditado consultor económico y financiero en la City de Londres, lleva desde 2007 insistiendo en que nos estamos equivocando profundamente en la salida de la grave crisis. Desde su instituto de investigación macroeconómica y monetaria, Internacional Monetary Research, nos ha alertado de la gravedad de las consecuencias de la contracción del crédito iniciada en 2007 en las economías desarrolladas y, asimismo, en su muy notable nuevo libro (Money in a Free Society, Encounter Books, 2011) nos recuerda la importancia de disponer de una oferta de dinero estable como medio para recuperar una senda de crecimiento económico estable. Y es que ésta sería la conditio sine qua non para salir de la recesión. A la vista del principio de acuerdo alcanzado en el Ecofin el pasado sábado, parece que los responsables de la UE siguen dando “palos de ciego” en lo referido a la recuperación del crédito. Intentaré convencerles de cómo una medida en principio deseable, como el aumento o mejora del capital de los bancos, puede tener efectos muy negativos para la recuperación del crédito y la economía europeas si su aplicación, como parece, se plantea inmediata.

 

Disponemos de pocas leyes en Economía. Una de ellas es la que sostiene, en pocas palabras, que la cantidad de dinero importa: es decir, sostiene que hay una relación a medio y largo plazo entre la evolución de la renta (nominal) de la economía y la evolución de los medios de pago que circulan en el mercado. Y entendemos por tales el dinero en efectivo y los depósitos bancarios convertibles fácilmente en dinero, lo que se conoce como una definición amplia de oferta monetaria. Podemos aplicar esta ley para pronosticar que una caída drástica de la oferta monetaria conducirá irremediablemente a menores niveles de bienestar. Esto ya ocurrió en la llamada Gran Contracción de los años 30 en EEUU, donde se redujo la cantidad de dinero un 30% en dos años, y la actividad real y los precios cayeron prácticamente otro tanto; y es precisamente este escenario depresivo contra el que se conjuraron los principales banqueros centrales en los primeros meses de la presente crisis. Para ello, además de dejar el tipo de interés de referencia del mercado monetario en niveles cercanos a cero, se han lanzando a desarrollar medidas de aumento directo de la oferta monetaria (llamadas de expansión cuantitativa); lo que ha incluido la compra de bonos del Estado y empresas que permita inyectar masivamente dinero en los mercados. Con todos los riesgos que estas medidas pueden acarrear para la credibilidad y autonomía de los bancos centrales, y con ello para la preservación del valor de la moneda a medio plazo, sí que están ayudando a detener la destrucción de crédito en la economía.

Así, en la  en la Eurozona el crecimiento de la oferta monetaria se ha recuperado y crece en la actualidad a una tasa del 2,3% interanual. El caso de EEUU es distinto, tanto por el tamaño como por la naturaleza de estas operaciones de expansión monetaria: el crecimiento monetario de los últimos meses, con tasas interanuales superiores al 10% en la actualidad, más bien parece formar parte de una estrategia conjunta entre la Reserva Federal y el Tesoro americano para la aplicación de políticas fiscales y monetarias expansivas, dirigidas por el Estado para (con poco éxito hasta ahora) salir de la crisis.

 

En paralelo, la nueva regulación bancaria internacional recogida en el Acuerdo de Basilea III ha ido encaminada a dotar al sistema financiero de mayores ratios de liquidez y solvencia. Tal acuerdo incluía, entre otros puntos: (1) la introducción de requisitos de liquidez antes inexistentes y (2) la exigencia de mayor calidad y cantidad del capital de los bancos. Para lograr estos requisitos se da un plazo de aplicación de ocho años, lo que permite un ajuste gradual de las operaciones bancarias ordinarias a esta nueva regulación. Además, de ser efectiva, la mejora del capital de los bancos será beneficiosa para el sistema de crédito y la economía mundiales, dado que permitirá disponer a medio y largo plazo de más crédito y, además, en condiciones de mayor liquidez y solvencia de las entidades de crédito.

 

Ahora bien, a diferencia de este planteamiento por etapas, el reciente pre-acuerdo del Ecofin para recapitalizar los bancos europeos de manera inmediata ha entrado en escena “como elefante en cacharrería”. Como bien anticipa el Sr. Congdon, el aumento de la ratio de capital respecto de los activos bancarios sólo puede conseguirse a corto plazo reduciendo los activos; o lo que es lo mismo, reduciendo el crédito. Sabemos que ello llevará a una reducción de depósitos bancarios y, finalmente, a una nada deseable contracción de la oferta monetaria que, tarde o temprano, se reflejará un menor nivel de la renta nominal en Europa. Como consecuencia, de nuevo habría riesgo de deflación en Europa, en un contexto de menor crecimiento, incluso contracción, de la economía. En mi opinión, sería preferible plantear la recapitalización de los bancos a más plazo, de modo que las entidades pudieran conseguir la nueva ratio exigida ampliando su capital en los próximos años y no sólo recortando créditos ahora. Señores políticos y reguladores, no exijamos a los bancos regulaciones indeseables, no sea que al final las cumplan.

 

Juan Castañeda

 

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Artículo publicado originalmente  en GoldMoney Research el 23 de octubre.

Una crítica a las medidas habituales de la inflación

Los bancos centrales afirman luchar contra la inflación. En muchos casos, su compromiso con la estabilidad de los precios se ha elevado al mayor rango constitucional posible en sus propios estatutos. Dado que la inflación depende en último término del crecimiento monetario, es plenamente lógico que los bancos centrales se preocupen por controlar la inflación. De hecho, una inflación persistente mermará el poder de compra del dinero, lo que deteriorará su eficacia como medio universal de cambiodepósito de valor y unidad de cuenta de la economía. Pero, ¿de verdad que los bancos centrales persiguen la estabilidad de los precios? La respuesta dependerá, entre otras cuestiones, de cómo midamos conceptos tan controvertidos como la inflación. Aparentemente, su medición es fácil y trivial. Creer esto es un completo error y puede llevar a negativas consecuencias para el buen desarrollo de la política monetaria.

Cuando hablamos de estabilidad de precios nos solemos referir únicamente a la de los precios de los bienes y servicios destinados al consumo, que medimos con el Índice de Precios de Consumo (IPC). Ahora bien, este índice recoge solamente los precios de una cesta “representativa” de bienes y servicios de una familia media. Por tanto, por su propia definición, no mide la evolución de todos los precios de la economía, sino únicamente la de una selección de bienes y servicios destinados al consumo final. Por ello, no puede ser un buen indicador del poder adquisitivo de la moneda, dado que deja de lado la evolución de muchos otros precios como los de los activos reales y financieros. Estos matices no son insignificantes ni banales, y merecen una explicación en detalle.

Durante la última fase expansiva de la economía, hemos visto cómo el IPC permanecía más o menos estable (aunque con una deriva inflacionista de un 1-2% anual), mientras que los precios de los activos financieros y del sector inmobiliario crecían de manera extraordinaria. Y, sorprendentemente, ¡todos decían que disfrutábamos de estabilidad de precios! No sólo ahora sino también entonces sabíamos que no era así. Por otro lado, la elección del IPC como indicador de los precios forma parte de una estrategia monetaria que no contempla expresamente variables monetarias en la explicación de la inflación; y esta omisión es esencial para poder entender el fracaso de los bancos centrales en mantener el poder de compra de la moneda, así como la estabilidad financiera, incluso bajo mandatos legales que establecían la estabilidad de los precios como prioridad.

¿Por qué entonces las autoridades económicas eligen el IPC como indicador de la inflación? Siguiendo una aproximación keynesiana a la política monetaria, la mayoría de los bancos centrales explican la inflación a corto plazo como el resultado de un exceso de la demanda agregada en relación con la oferta agregada existente de bienes y servicios (en la jerga habitual, un output gap positivo). Bajo esta perspectiva teórica, es la demanda (y con ello el consumo final) la variable central en la explicación de la inflación y el dinero no juega un papel central en la explicación de la inflación, ya que no habría una conexión explícita entre el excesivo crecimiento del dinero y la subida de los precios. Por ello, en este esquema teórico sí cabe perfectamente un indicador que mide únicamente la evolución de los bienes de consumo. Además, el IPC es in indicador mensual que transmite información a los bancos centrales para poder intervenir activamente en el mercado. Con todo ello, la explicación mayoritaria de la inflación en la actualidad (derivada del llamado modelo neo-Keynesiano) tiene dos grandes defectos muy relacionados entre sí: (1) se realiza mediante un indicador parcial como el IPC y (2) tiene un sesgo corto-placista que ha dejado de lado al dinero en la explicación de la inflación, lo que ha conducido a un exceso de activismo en la política monetaria.

En definitiva, la inflación, o lo que es lo mismo, el deterioro del poder de compra del dinero, son en el largo plazo el resultado de un exceso de crecimiento monetario. Por ello, una medida alternativa y más rigurosa de la inflación pasaría por definirla como el crecimiento de la oferta monetaria por encima del crecimiento de la oferta real de los bienes y servicios de la economía. Esta es una aproximación más general y explicativa de la inflación que, de haber sido utilizada durante los años de la última expansión, habríamos evitado, o al menos suavizado, el colapso vivido del sistema financiero mundial. Y ello es así porque el excesivo crecimiento monetario registrado especialmente en los años de la llamada “Gran Moderación” (con crecimientos de la oferta monetaria superiores al 10% anual en la Eurozona en 2006 y 2007) habría sido una señal de alarma monetaria y de inestabilidad financiera. Y es que buena parte de los años de la Gran Moderación no lo fueron en el ámbito monetario; el dinero sí importa, así como una correcta medición de la inflación.


Juan Castañeda

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Texto que sirve de base del artículo publicado ayer, día 15 de octubre, en la sección de Economía del diario Expansión

 

 La inquietud de los acreedores

 

El crédito de una empresa, familia o Estado depende de la confianza del acreedor en que pueda atender a sus obligaciones en el futuro. Así de simple. Aplicado a la deuda soberana, nuestros acreedores querrán saber tanto la situación actual como, lo que es más importante, las perspectivas de los ingresos y gastos del Estado, tanto el central como el autonómico y municipios. Y estas previsiones dependerán de manera determinante de la evolución esperada de la actividad económica y el empleo. Sólo si los intermediarios financieros y ahorradores internacionales prevén que el país crezca sobre bases firmes confiarán en que sus préstamos serán ciertamente devueltos. Este razonamiento tan sencillo, pero tan tozudo y cierto, está en la base de las recientes rebajas de las calificaciones de la deuda soberana española de Fitch, la semana pasada, y de Standard and Poor’s (S&P), ayer mismo.

Y es que no basta con el ajuste presupuestario que viene haciendo España en los últimos dos años. Esta es una condición indispensable para sanear las finanzas del Estado que, recordemos, de haber continuado con el ritmo de crecimiento del déficit público iniciado en 2008, nos habría conducido al colapso de las cuentas públicas en pocos años. La corrección de esa deriva fiscal insostenible, y el compromiso de volver al equilibrio presupuestario en pocos años, ha permitido a España detener, en parte, la pérdida de crédito a que estaba (y aún está) expuesta. Además, el saneamiento de las cuentas públicas reduce las necesidades de financiación del Estado y, con ello, no acapara la ya escasa oferta de crédito disponible para empresas y familias. Ahora bien, el recorte de gastos no es suficiente. Si la economía no crece de nuevo de manera estable, las perspectivas de ingresos públicos empeorarán y, asimismo, aumentará el gasto público en el seguro y ayuda por desempleo, así como en distintos gastos sociales de apoyo a las familias más necesitadas.

¿Qué más puede hacer el gobierno? No es el responsable directo de la creación y destrucción de empleo. Pero sí puede condicionar, y mucho, el escenario en que familias y empresas ejercen libremente su actividad. El informe de S&P da algunas pistas: la reforma laboral se enjuicia como inacabada y aún hay dudas sobre la solvencia de los activos del sistema bancario. Además, hay otros dos factores que se citan en el informe como determinantes de la rebaja de la calificación: (1) Dado que la tímida recuperación española de los últimos trimestres se debe fundamentalmente al crecimiento de nuestras exportaciones, S&P considera que las peores perspectivas de crecimiento mundial afectarán de manera particularmente negativa a nuestro PIB. (2) Además, aún sigue siendo muy elevado el endeudamiento del sector privado en España, que depende en gran medida de la financiación exterior para la renovación de los créditos contraídos por empresas y familias. Ello convierte a España en una economía especialmente vulnerable a los efectos de la prolongación de las tensiones financieras existentes a escala mundial.

Todo ello ha provocado un deterioro notable de las perspectivas sobre la economía española, y son ya muchos los institutos de coyuntura que prevén una nueva entrada en recesión en 2012. Si este escenario negativo se confirmara, las previsiones de déficit del Estado central y de las CCAA y municipios habrían de corregirse al alza, así como las previsiones de desempleo, lo que implicaría adicionales medidas de ajuste del gasto público. De confirmarse estas perspectivas recesivas, S&P anuncia adicionalmente probables nuevas rebajas de la deuda española en el futuro.

Juan Castañeda.

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Resumen del artículo que acaba de publicarse en Cuadernos de Economía Vol. 34, N. 95 (2011) (Coautor, G. Wood)

Estabilidad de precios y estabilidad monetaria: una propuesta de una regla monetaria no activa

Durante la última etapa expansiva de la economía, previa a la crisis iniciada en 2007, se propusieron nuevas reglas monetarias dirigidas a estabilizar tanto la inflación como la actividad económica alrededor de ciertos objetivos. Este tipo de reglas implican la intervención frecuente en la economía a través de la aplicación de funciones de reacción activas. Basadas en modelos Neo-Keynesianos, estas funciones de reacción prescriben la intervención activa del banco central para corregir cualquier desviación de la inflación y del output gap de sus objetivos, lo que conduce a un exceso de creación de liquidez en la economía. En su lugar, proponemos en este trabajo una función de reacción menos activa, que tenga un objetivo de estabilidad de precios a medio y largo plazo, pero que permita las variaciones de precios debidas a cambios en la productividad. Concluímos que este tipo de reglas menos activas conducen a mejores resultados que las funciones basadas en la conocida regla de Taylor.

Como podréis ver a continuación en el siguiente gráfico del artículo,(chart9 _Castañeda_Wood_2011), a pesar de la notable caída de la inflación conseguida desde el inicio de los años 90, la política monetaria desarrollada por el Banco de Inglaterra (y ello vale para el BCE y la Fed americana) ha tenido un sesgo inflacionista durante la última expansión. La aplicación de una regla monetaria que hubiera permitido que las mejoras de la productividad se reflejaran plenamente en caídas de los precios habrían conducido a menores tasas de crecimiento monetario e, igualmente, a una mayor caída de la inflación. Sin embargo, esta política no fue posible por el desarrollo de reglas monetarias activas que excluían a priori toda posibilidad de que la inflación llegara a ser negativa, aunque estuviera originada en las mejoras productivas de la economía y en la mayor competencia internacional. Ello contribuyó a una aparente estabilidad de precios de los bienes de consumo que escondía una sobreemisión de liquidez, que pronto vimos trasladarse a los precios de los activos, reales (inmuebles fundamentalmente) y financieros. Creo sinceramente que esta sobre-emisión de liquidez está en la base de la inestabilidad financiera que hemos vivido desde 2007.

Y lo peor es que, a la vista de los discursos de tanto los baqueros centrales como de los “líderes” académicos en este ámbito, no parece que hayamos aprendido de este error de política económica; por lo que parece que cuando volvamos a una nueva etapa expansiva, nos olvidaremos de nueva de la estrecha relación que siempre ha habido entre el exceso de crecimiento del dinero, la pérdida del poder de compra de la moneda y la inestabilidad financiera que a la larga suele provocar.

Juan Castañeda


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Publicado en Expansión, el miércoles 5 de octubre (Título de la columna: “La política del dinero”).

 

Keynesianos de todos los partidos, ¿de verdad quieren someterse a una regla fiscal?”

 

El Parlamento español finalmente cambió la Constitución para elevar el compromiso con la estabilidad de las finanzas públicas al mayor rango jurídico posible. Sin embargo, parece que tanto el gobierno que lo ha propuesto, como el principal partido de la oposición, que lo ha negociado y respaldado, parecen querer burlar los efectos que tendría una verdadera regla fiscal. Cierto es que la Constitución recoge ahora la obligación de no rebasar el déficit estructural máximo fijado en cada momento, el que resulta de descontar el efecto del ciclo sobre los ingresos y gastos públicos, pero con ello realmente no se ha prohibido el déficit constitucionalmente. Es más, la concreción del techo del déficit estructural se deja para una posterior legislación en la que poder, en su caso, diluir esta restricción. Y, además, su cumplimiento se ha acompañado de flexibles cláusulas de escape que permitirían justificar en la práctica cualquier saldo fiscal. Por último, esta nueva regulación no entrará en vigor hasta 2020. Señores, esto no es una regla fiscal efectiva: la auténtica elevación a rango constitucional de la prohibición de déficit fiscal es una decisión de gran relevancia que ha de tomarse con rigor y pleno convencimiento. Y ni lo uno ni lo otro.

Fueron, entre otros, dos grandes premios Nobel de Economía, J. Buchanan y F. A. Hayek (a quien parafraseo en el título de este artículo) quienes, desde dos escuelas de pensamiento liberales distintas, defendieron la imposición de frenos constitucionales al crecimiento del Estado tras la Segunda Guerra Mundial. Comprobaron que las democracias liberales de esos años no garantizaban un equilibrio real de poderes, que controlara y limitara a un ejecutivo que, cada vez más, aumentaba el ámbito y grado de intervención en la sociedad sin apenas oposición ni contrapoderes. La experiencia constata su tesis, ya que el tamaño del Estado creció espectacularmente desde 1950 hasta 1970 en las economías más desarrolladas. Fueron esos los años del Keynesianismo más voraz y, si me permiten, arrogante, caracterizado por la pretensión del Estado de dirigir la demanda agregada de la economía, así como por el manejo del presupuesto como herramienta estabilizadora del ciclo económico. Este activismo en política económica acabó con el equilibrio fiscal clásico año a año, que fue sustituido por el llamado equilibrio fiscal “a lo largo del ciclo”; que permitía que déficits fiscales acumulados durante las recesiones fueran luego compensados por superávit en los años de bonanza económica. Pronto vimos sus deficiencias: al margen de la dificultad de medir el ciclo económico, algo muy discutido sobre lo que no hay consenso en absoluto, hemos comprobado sobradamente que los gobiernos tienden a generar déficit a lo largo del ciclo, ya que rara vez se incurre en superávit y, cuando ese “milagro” ocurre, no llega a compensar ni mucho menos los déficits anteriores. España es un claro ejemplo: ¡sólo ha habido 3 ejercicios con superávit en los últimos 30 años!

Además, este deterioro notable de las finanzas públicas que las políticas keynesianas acarrearon multiplicó las necesidades de financiación del Estado, que acudió crecientemente a la emisión de deuda pública. Es aquí donde encontramos las similitudes con la coyuntura actual y el por qué del renovado interés en introducir normas constitucionales que preserven la sostenibilidad de las cuentas públicas: y es que tanto antes como ahora el Estado ha de competir con el resto de demandantes de crédito (privados) para “colocar” sus títulos de deuda en el mercado financiero. Especialmente en contextos de restricción de crédito, ello dispara los tipos de interés a los que se presta al Estado y a los agentes privados. El resultado es el aumento de la factura del gasto público y el encarecimiento del coste financiero de los inversores y consumidores, coste que muchas veces será prohibitivo (provocando el conocido efecto expulsión de la actividad privada por el abandono de inversiones que dejan de ser rentables). Si no se pone límite, está dinámica de más déficit y deuda conduce al empobrecimiento de la economía y a la insostenibilidad de las cuentas públicas. Esto les resultará familiar, me temo.

¿Están los políticos españoles, y europeos, dispuestos a adoptar una regla fiscal que limite su poder de manera efectiva? Sinceramente, creo que no existe la convicción necesaria para aplicar esta medida en puridad, con todos sus efectos, tanto políticos como económicos. Y es que, de adoptarse, implicaría un cambio de paradigma en la política económica que pasaría, principalmente, por la renuncia del Estado a regular el ciclo económico y por el necesario ajuste de sus cuentas.

Por último, si lo que se quiere es limitar verdaderamente el poder del Estado y controlar sus finanzas a medio y largo plazo, sería recomendable que se añadiera, junto con la prohibición clara del déficit año a año, un límite al crecimiento del gasto público. Para ver el alcance de esta propuesta, fíjense en la experiencia española durante la última expansión: “a lomos” de unas bases tributarias que crecían exponencialmente año tras año, se disparó el crecimiento del gasto público, y ello convivió con años de déficit reducido e incluso con superávit presupuestario. Ello creó una apariencia de estabilidad fiscal que ocultó un auténtico problema de insostenibilidad de ese ritmo de crecimiento del gasto público. Y es que fue la espectacular caída de la recaudación de los principales tributos, ocurrida desde 2007 tras el colapso del sector inmobiliario, lo que explica el grueso del déficit acumulado, ya que abrió una brecha abismal entre un nivel de gastos inasumible a medio plazo y una caída drástica de los ingresos públicos. Además, el intento inicial (y fallido) de salir de la crisis con políticas de gasto Keynesianas agravó aún más esta situación estructuralmente inestable. El colapso reciente de las finanzas públicas españolas se podría haber mitigado, e incluso me atrevo a decir que evitado, si se hubiera fijado un techo al crecimiento del gasto público en función del PIB durante los años de bonanza. Aprendamos de esta experiencia.

 

Juan E. Castañeda.

 

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