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Archive for July 5th, 2011

Published in “GoldMoney Analysis” , 3rd June 2011

Modern central banks and the state: a coalition of interests

Money creation has long been synonymous with state power. In the dim-and-distant past, governments minted gold and silver coins, before eventually becoming the monopoly issuer of notes. In both cases they get a non-negligible profit – seignoriage – which is the difference between the face or exchange value of money and its intrinsic value. In the case of coins, the earning of a seignoriage is explained by the costs of minting and by the fact that the state (the seignior or lord) guaranteed the face value of the currency. As for paper money, seignoriage boomed with the increasing use of banks notes as substitutes for coins during the 19th century, as the face value of notes always massively exceeds the notes’ intrinsic value, thus boosting the earnings of the issuer. Unsurprisingly, governments – ever eager to find new sources of revenues – soon cottoned on to this fact.

As the law of basic economics dictates, an excessive supply of a good or service will push down its price. Regarding money, it means a deterioration of the purchasing power of the currency. Thus the massive inflow of precious metals into Spanish ports in the 16th and 17th centuries, as a result of the discovery of large gold and silver deposits in the Americas, was followed by rising prices across Europe (albeit at the modest rate – by modern standards – of around 2 per cent, according to the historian Niall Ferguson). Inflation is a monetary phenomenon that results from the growth of the money supply exceeding the growth in goods and services in an economy. If our income and wealth remain steady, but our money supply increases, then we will not be richer – we will simply pay more for existing goods.

The risk of inflation increases in purely fiat monetary systems in which there are no means of payment that retain any intrinsic value, and where only bank notes and other “bank money” media – such as various types of account deposits – are available for market transactions. In the absence of any limit on money creation in such a fiat system, the money supply grows at the whim of the monopoly issuer. This is why monetary rules are essential to protect the purchasing value of money. Such rules entail quantitative limits on the legal ability of monetary authorities (as well as the associated banking system) to create money.

The origins of central banks

Modern central banks are the result of the shared mutual interests of private banks and the state. In essence, the state granted the exclusive privilege to issue bank notes – for a certain amount of money – to a single bank, and received in exchange a credit by the bank of the same amount to cover its budget deficit.

This constituted true deficit monetisation as the deficit was paid for with newly printed money. As Vera Smith comments in her master work The Rationale of Central Banking and the Free Banking Alternative(1936), this exclusive privilege to issue notes was renewed and extended, both in relation to the area of influence of the bank notes and to the total amount of notes issued, every time the state needed further credit to finance increasing deficits. This monopoly of paper money was furthered by the imposition of legal tender clauses, while in many countries after the Second World War, the state took direct control of the central bank. This created an unstable monetary system that was heavily biased towards inflation.

Nevertheless, the monetary system – at least during the operation of the gold standard from the mid-19th century until 1914 – imposed effective limits on central banks’ proclivity towards money creation, as every single bank note had to be redeemable in gold on demand. As a result, money supply expansion was restricted, leading to a remarkable period of monetary and price stability.

These days, under fully fiat monetary systems, bank notes are no longer redeemable into gold and the acceptance of notes (as well as the stability of whole national economies) relies on central banks maintaining a disciplined approach to money issuance. But as the second half of the 20th century showed, central banks rarely stick to exacting standards. However, in our increasingly globalised world, people can often elude the effects of reckless monetary policies by buying sound currencies and gold and silver. In the face of this reaction, at the end of 20th century, states had no choice but to resume the independent status of the central banks and to let them conduct a monetary rule committed to maintaining low inflation. This, however, was not enough as central banks continued to issue excessive amounts of money – a key cause of the last financial crisis of 2007-08.

Maybe one day governments will again recognise the benefits of sound money.


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Publicado en “GoldMoney Analysis”, el 3 de junio de 2011

El Estado y el banco central: una coalición de intereses

Desde hace siglos los Estados controlan la creación de dinero. Primero acuñando moneda metálica y, en tiempos más recientes, monopolizando la emisión de billetes de curso legal. En ambos casos recibe un beneficio, el señoreaje de emisión; que es la diferencia entre el valor nominal o de cambio del dinero y su valor intrínseco como mercancía. En el caso de las monedas de oro o plata, su valor facial era algo superior a su valor intrínseco, dado que la acuñación acarreaba costes y además el señor (de ahí, el señoreaje) garantizaba su valor. La auténtica multiplicación del señoreaje resulta de la creciente utilización de los billetes de banco como sustitutivos del dinero metálico a lo largo del siglo XIX: ahora el valor nominal del billete superaba en mucho a su valor intrínseco. Y, claro, los Estados, ávidos de financiación, no podían escapar a la tentación de explotar este recurso en beneficio propio.

La teoría económica nos recuerda que el aumento excesivo de la oferta de un bien lo deprecia. El dinero no es una excepción. La entrada masiva de metales preciosos a España en los siglos XVI y XVII, tras el descubrimiento de América, fue seguida de un largo período de “elevada” (un 2% según N. Ferguson) inflación en Europa. Y es que la inflación es un fenómeno monetario, que resulta del aumento de la liquidez por encima del crecimiento de los bienes o servicios disponibles. Si no aumenta nuestra renta ni riqueza, sino únicamente el volumen de dinero, pagaremos un precio más alto por los bienes existentes pero no seremos más ricos.

El riesgo de la inflación es mucho mayor y más evidente en los sistemas monetarios actuales, ya plenamente fiduciarios, donde no circulan medios de pago con valor propio, sino únicamente billetes de banco y el llamado dinero bancario. Este son las cuentas corrientes de las que podemos disponer, sin mucho coste, a través de cheques, tarjetas electrónicas y transferencias. En ausencia de un freno a su producción, potencialmente infinita, la tasa de inflación puede ser tan alta como sean las necesidades de financiación de su emisor (monopolista). De ahí la importancia de imponer reglas monetarias que limiten la capacidad de creación de dinero del Estado (y de los bancos privados asociados al banco central) en sistemas donde no hay competencia monetaria y un único banco (central) provee el patrón monetario de la economía.

Origen de la banca central

Los bancos centrales modernos son un producto de la concesión de privilegios exclusivos de emisión de una cantidad de billetes a un solo banco privado, a cambio de la concesión de un crédito al Tesoro por la misma cantidad, con el que poder pagar su déficit presupuestario. Esta operación constituía una verdadera monetización del déficit, ya que se pagaba con la emisión de moneda, y fue ésta la principal causa de la creación de los bancos centrales modernos. Como Vera Smith cuenta en su magistral obra de 19361 , estos privilegios de emisión, así como el volumen de billetes autorizados, fueron aumentando a medida que el Tesoro necesitaba más financiación. El sistema se “perfeccionó” cuando el Estado concedió el curso legal forzoso a los billetes emitidos por ese banco. Dado su poder en el sistema monetario, estos bancos fueron cada vez más controlados por el Estado, siendo finalmente nacionalizados tras la Segunda Guerra Mundial. Todo ello resulta en un sistema monetario potencialmente inflacionista e inestable, dado que pone en manos de un solo oferente (el Estado) la capacidad de crear liquidez sin límites.

Al menos desde mediados del siglo XIX hasta el período de entreguerras, el funcionamiento del patrón oro imponía límites efectivos a las emisiones de dinero: dado que todo billete del banco emisor tenía que ser convertible a la vista en oro, la expansión de la oferta monetaria estaba necesariamente restringida. Esta fue una regla monetaria muy efectiva que permitió una verdadera estabilidad monetaria y de precios durante más de 50 años. En la actualidad, los billetes no son convertibles en oro y su aceptación depende de la confianza en el mantenimiento de su poder de compra. Tal confianza se ha roto en muchas ocasiones. La segunda mitad del siglo XX está plagada de inflaciones monetarias, resultado de la simple monetización de los déficits de gobiernos embarcados en políticas fiscales expansivas. Pero, hasta esta perversión del valor de la moneda ha encontrado su límite por la vía de los hechos. Con la libertad actual de movimiento de capitales, los usuarios de moneda pueden escapar cada vez más de las monedas más inflacionistas y se están refugiando en otras monedas más creíbles y estables, así como en el oro o la plata, como medios alternativos para atesorar su riqueza. A finales del siglo XX, esta reacción del mercado ha forzado a los Estados a independizar a los bancos centrales y a permitirles regir la oferta monetaria de manera autónoma de acuerdo con una regla que preserve, prioritariamente, el poder de compra del dinero.

[1] “Fundamentos de la Banca Central y de la Libertad Bancaria”. Ediciones Aosta- Unión Editorial. Madrid. 1993.

Autor: Juan Castañeda.

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Artículo publicado en la columna, La política del dinero, en el diario Expansión el 1 de junio de 2011

 

Título del artículo: El euro: la crisis de una moneda politizada

 

Pocas veces resultará tan apropiado el título de esta columna. La gestión del bien que utilizamos como dinero no es ajena a los vaivenes e intereses políticos de cada época. En la nuestra, el Estado establece el curso legal forzoso de los billetes del banco central. Pero, incluso en la elección de qué moneda nacional (forzosamente) hemos de utilizar, el Estado no puede escapar de las reglas del dinero, que no son otras que las del funcionamiento del mercado. Un ejemplo de ello lo encontramos en la crisis del euro. Se optó por crear una moneda común, y también única, para un conjunto de países con economías muy diversas, mercados ciertamente rígidos y sin una disciplina fiscal efectiva. Ha sido con la primera crisis que ha vivido la eurozona cuando se han desvelado las deficiencias de su marco institucional, así como la verdadera naturaleza política de este experimento monetario.

 

En una reciente y muy notable investigación[1], el profesor de economía, P. De Grauwe, destaca los problemas que acarrea la gestión de la crisis de la deuda pública en un área monetaria no óptima como la eurozona. Experto en cuestiones monetarias, sabe bien que la unificación monetaria requiere de unas condiciones técnicas muy exigentes para su buen funcionamiento: (1) el establecimiento de verdaderas reglas de disciplina fiscal comunes, (2) la flexibilidad de los precios y de los salarios, (3) el movimiento efectivo del capital y de los trabajadores por toda la eurozona y (4) la disposición de un presupuesto “federal” europeo para asistir a países miembros en crisis. No se cumplían en 1999 ninguna de ellas: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento era (y ha sido) la única herramienta de limitación del déficit y deuda pública de los Estados, que se ha demostrado ciertamente ineficaz; y, a falta de un presupuesto federal, y sólo a raíz de la reciente crisis, ha improvisado Europa un fondo común para ayudar a países miembros en crisis.

 

La unificación monetaria entre países que son socios comerciales habituales puede reportar importantes ganancias: al desaparecer las monedas nacionales, también lo hace el riesgo de tipo de cambio y se reducen los costes de transacción. Ello facilita el comercio y, como resultado, aumenta la especialización productiva, mejora la asignación de los recursos y se diversifica y abarata la oferta de bienes y servicios. Hasta aquí los parabienes, que no son poca cosa. Ahora bien, ante una crisis que afectara especialmente a un país del área monetaria unificada (llamadas crisis asimétricas), éste ya no contaría con las políticas monetaria y cambiaria para “salir del paso”; ya sea abaratando el crédito y monetizando la deuda pública, ya sea devaluando la moneda. Sea dicho que, si es para esto, ¡es muy bienvenida su falta de soberanía monetaria! Al menos, el gobierno de turno no puede socavar el poder de compra de nuestro dinero a su antojo.

 

Al país en crisis sólo le quedará la opción de recuperar competitividad mediante una bajada de sus costes y precios. Si lo consigue, podrá aumentar sus exportaciones y recuperar su nivel de actividad y empleo. Pero, si los precios en sus mercados de bienes y de trabajo son rígidos y, además, los trabajadores no se desplazan hacia los países donde sí hay empleo, la crisis irá acompañada, sin remedio, de aumentos del paro. Como resultado del mal funcionamiento de los mercados de bienes y de trabajo, el país en crisis entrará en una espiral de recesión y desempleo, acompañado de elevado déficit y deuda pública, por el pago de los seguros y subsidios de paro. En definitiva, un círculo vicioso que me temo nos resulta conocido.

 

En esta coyuntura, sabemos bien lo que los “keynesianos de todos los partidos” proponen: subordinar la moneda a la financiación del Estado deficitario y al impulso (artificial) de la producción. En pocas palabras, que paguemos todos los usuarios del dinero, con más inflación, los desmanes tanto de (1) los bancos rescatados con dinero público, como (2) de los gobiernos manirrotos. Más matizado, De Grauwe apuesta por la creación de un presupuesto europeo único (esto es, la cesión total de soberanía fiscal) pero, reconociendo que es un escenario poco realista, propone para superar la crisis actual del euro una mayor coordinación de las políticas macroeconómicas, la creación de un Fondo Monetario Europeo, menos restrictivo que el actual fondo de rescate, así como la emisión conjunta y solidaria de deuda pública europea hasta el límite del 60% del PIB de cada país.

 

La crisis actual, unido a la sucesión de estas y otras muchas propuestas encaminadas a una mayor integración económico-política en la UE, son la prueba de que la economía europea no estaba (ni está) preparada para asumir la moneda única, y que su implantación respondía fundamentalmente a criterios políticos. Si hubieran prevalecido los argumentos económicos, sólo habrían participado en el euro los países con lazos comerciales consolidados, donde hace ya años que el capital y el trabajo se mueven libremente. En cualquier caso, aunque hubieran prevalecido los criterios políticos, la unificación monetaria habría tenido que empezar con la implantación de una verdadera regla fiscal, que contuviera de manera efectiva el crecimiento del déficit y endeudamiento públicos, así como de un fondo de asistencia a los países en crisis. Además, se podría haber lanzado la moneda común en convivencia con las monedas nacionales. Ello habría hecho más responsable a cada Estado de su gestión económica, al tiempo que nos habría dado a los usuarios de la moneda más medios para controlar las políticas de los gobiernos y bancos emisores; dado que el propio mercado de crédito habría castigado ya hace tiempo a los gobiernos y monedas nacionales menos creíbles. En definitiva, más mercado y competencia no nos hará daño, pues mejora el funcionamiento de las monedas.

 

Juan Castañeda. Economista, UNED

 


[1] P. De Grauwe (2001): “The Governance of a Fragile Eurozone” (2011). En:   http://www.econ.kuleuven.be/ew/academic/intecon/Degrauwe/PDG-papers/Discussion_papers/Governance-fragile-eurozone_s.pdf

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Artículo para la columna, La política del dinero, publicado en Expansión el 7 de abril de 2011

 

El lenguaje de un banquero central

 

Dicho y hecho. El Consejo de Gobierno del BCE decidió ayer elevar en 25 puntos básicos el tipo de interés de referencia de la Eurozona. Ya nos lo había anunciado el banquero central en su peculiar jerga. Ahora bien, no por esperada y anticipada deja de ser una decisión ciertamente relevante. En mi opinión, este alza del tipo de interés constituye un auténtico cambio de tendencia de la política monetaria del BCE, que puede dificultar aún más el débil y titubeante crecimiento monetario en la Eurozona, con las consecuencias desestabilizadoras que ello tendría en el ya lánguido crecimiento de la economía europea.

 

La credibilidad es el más preciado tesoro de un banquero central. Su política monetaria será más eficaz cuanto más transparente sea: si resulta creíble, logrará fijar las expectativas de inflación y de tipos de interés de los agentes de la economía acorde con sus propios objetivos a medio y largo plazo. Bien podemos afirmar que el BCE ha obrado de manera ciertamente transparente. Según se recoge en el comunicado oficial tras la reunión del Consejo de Gobierno de ayer, el temor de que los aumentos registrados en los precios de los combustibles y de los alimentos se consoliden en las expectativas de los agentes ha sido determinante en su decisión de elevar el tipo de interés. Es lo que, en la jerga ya acuñada por el Presidente del BCE, J. C. Trichet llama efectos de segunda ronda. Esta es su manera de comunicarnos la que podríamos entender como la línea roja del BCE para el control de la inflación a medio plazo. Para remachar más aún lo esperable de esta decisión, recordemos que la inflación prevista por el BCE, está ya por encima del techo marcado por esta institución (2%).

 

En tanto que esperada, esta decisión no tendrá muchos efectos reales por sí misma. Es más, partíamos de un tipo de interés excepcionalmente bajo y la subida es realmente pequeña. Como bien anticipa la teoría, y ha confirmado la experiencia en las últimas semanas, sólo el anuncio del banco central de una posible subida de tipos de interés un mes atrás fue automáticamente seguido de los cambios esperados en el mercado financiero. De hecho, el alza de los tipos de interés interbancarios en las últimas semanas (el conocido Euribor) ya había incorporado sobradamente esta subida esperada del tipo de interés. Al ser el Euribor el tipo de referencia aplicado a las principales operaciones de crédito, sus efectos se han notado ya en el mercado, dado que los agentes se han anticipado a esa presumible subida de los costes financieros.

 

Sin embargo, sí creo que habrá efectos monetarios a medio plazo. Con esta medida el BCE marca una nueva etapa de la política monetaria para los próximos meses. De nuevo, la jerga del banquero central nos da una nada despreciable pista: el citado comunicado oficial alerta sobre el riesgo de presiones inflacionistas “alcistas” y recuerda que el BCE estará “muy vigilante” ante estos riesgos inflacionistas. Si me permiten la traducción libre, la medida tomada ayer es sólo un primer paso dentro de una muy probable senda de subidas de tipos a lo largo de los próximos meses. Siendo así, habríamos entrado ya en una nueva etapa de la política monetaria que supone el final de una época de tipos de interés excepcionalmente bajos.

 

Lo que resta por comprobar es cómo afectará esta decisión a la ya exigua creación de dinero (me refiero al indicador M3) que padecemos en la Eurozona. De confirmarse, el inicio de una cadena de nuevas subidas del tipo de interés encarecería el crédito que obtienen regularmente los bancos y cajas del BCE y, como resultado, el crédito a empresas y particulares. A ello hay que añadir un nuevo marco regulatorio (los  Acuerdos de Basilea III) que obliga a las instituciones financieras a una fuerte recapitalización, así como la reestructuración de bancos y cajas que está teniendo lugar en los países más afectados por la crisis de la deuda. En este escenario monetario tan convulso, no creo que pueda recuperarse el crecimiento del crédito sobre bases firmes y estables, por lo que tampoco espero que haya presiones inflacionistas a medio plazo. Lograr el crecimiento sostenido y suficiente de la liquidez es una condición necesaria para poder restaurar la estabilidad de la economía y su crecimiento a medio plazo. No me interpreten mal, no me refiero a los frenéticos e insostenibles crecimientos monetarios anteriores a 2007, sino a un crecimiento estable y reglado de la cantidad de dinero que acompañe a la tímida recuperación de la actividad económica iniciada en la Eurozona.

 

Juan Castañeda. Economista, UNED

 

 

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Artículo para la columna: La política del dinero, publicado en Expansión el 24 de abril de 2011


 Título del artículo: El mercado de dinero y sus anomalías: la moneda administrada

 

Hace unos días nos vimos enzarzados en una polémica sobre si el tipo de interés básico del BCE había de subir y, en su caso, cuándo debía hacerlo y en qué cuantía. Como saben, su Consejo de Gobierno finalmente decidió subirlo, hasta situarlo en el 1.25%. ¿Nunca se ha preguntado por qué ha de reunirse una comisión de expertos en una institución pública para decidir un precio? Es, sin lugar a dudas, una situación excepcional en las economías de mercado, en las que, normalmente, el precio lo deciden consumidores y empresarios, en función de sus preferencias y su poder de negociación. Es mi intención subrayar aquí la anomalía que supone la convivencia de una moneda administrada por el Estado en una economía de mercado. Espero con ello contribuir, aunque sea tan modestamente, al casi ya olvidado debate sobre la necesidad de introducir competencia y reglas de mercado en la creación de dinero.

 

Como regla general, el Estado no sabe más ni decide mejor que quienes actúan diariamente en un mercado. Más bien al contrario, sabemos ya por experiencia que cuando el Estado interviene directamente en los precios provoca una deficiente asignación de los recursos: tanto cuando fija un precio mínimo que subsidia a los productores, como cuando fija un precio máximo que subsidia a los consumidores, provoca desajustes en los precios y cantidades intercambiadas. En el caso del mercado monetario, el BCE es el banco que disfruta del monopolio de emisión del dinero de curso legal en el área del euro. Al ser es el único oferente en el mercado de creación e dinero legal, tiene poder para fijar el tipo de interés al que concede crédito a bancos y cajas. Ello convierte nuestro sistema monetario en un “no mercado”, controlado por el Estado, donde la reserva única y última de liquidez está centralizada en manos de un solo banco emisor. En esta situación tan excepcional, el precio al que este banco (monopolista) concede crédito a las entidades financieras se convierte en un dato clave para la economía; ya que este precio condicionará, en gran medida, la política de concesión de créditos que luego aplicarán los bancos y cajas a sus clientes.

 

Ahora bien, no por ser algo habitual (en España, el monopolio de emisión se remonta a 1874), deberíamos dar por sentada la conveniencia de esta intervención estatal en el mercado monetario; ni tampoco considerarla como una regulación “natural” de la moneda, ¡como si fuera un hecho ya propio de las economías de mercado! Al contrario, es el que fija una regulación tan excepcional quien ha de demostrar su superioridad sobre un sistema basado en la competencia y la apertura del mercado a varios bancos emisores de distintos medios de pago. La tan aludida existencia de “fallos del mercado” en lo que atañe al dinero, aún si los hubiera, no debe llevarnos automáticamente a la sustitución del mecanismo del mercado por procedimientos de asignación de recursos controlados por el Estado, si ello no supone una mejora del bienestar en la sociedad.

 

Como ya casi todos reconocen hoy, los bancos centrales, la Reserva Federal de EE.UU. especialmente y, en menor medida, el BCE, fijaron un tipo de interés excesivamente bajo durante la última expansión. Esta subvención encubierta del crédito disparó la creación mundial de medios de pago: en la eurozona la liquidez llegó a crecer a tasas anuales cercanas al 12% en 2007, ¡una cifra casi tres veces superior a la considerada por el propio BCE hasta 2003 como compatible con la estabilidad de los precios! Bien puede deducirse que, de manera indirecta, el BCE habría estado subvencionando durante muchos años la inversión empresarial, la compra de vivienda y el consumo de bienes duraderos. Y digo subvencionando porque la inversión y endeudamiento aumentaron, y mucho, pero ello no respondió a un aumento previo del ahorro de las familias o de las empresas, sino a la masiva disposición de crédito a un precio a todas luces muy bajo; al menos, a un precio menor al que habría resultado de la disposición real de ahorro en la economía durante esos años. Todo ello sabemos cómo ha terminado: la baratura – artificialmente creada- del crédito ha facilitado incurrir en malas inversiones empresariales, que ahora han de reestructurarse o abandonarse, así como a niveles de endeudamiento de las familias que ya antes de la crisis parecían insostenibles.

 

En mi opinión, mientras tengamos que convivir con esta excepcionalidad en el mercado monetario, el banco central debería, al menos, tomar sus decisiones “como si” actuara en un mercado monetario abierto y competitivo. Ello pasaría por adoptar una verdadera regla monetaria que vinculara al banco emisor con el mantenimiento del poder de compra de su moneda a medio y largo plazo. El seguimiento de esta regla limitaría el crecimiento excesivo de la liquidez cuando los precios de los bienes, y el de los activos,  se dispararan, lo que evitaría caer en una nueva política de crédito barato. Sabemos bien que la subvención del crédito sólo nos conduciría a un nuevo escenario de crecimiento económico artificial que, más pronto que tarde, acabaría en una nueva crisis. Tradicionalmente, los reguladores nos han querido convencer de que el Estado debe intervenir en el mercado de dinero para evitar las convulsiones a que nos conduciría el mercado libre, guiado por el mero – y siempre denostado – afán de lucro: ¿creen de verdad que la introducción de competencia en el mercado de dinero nos habría conducido a una situación peor, o más inestable, que la vivida desde 2007? Visto lo visto, sinceramente, cuesta mucho creerlo.

 

Juan Castañeda. Economista, UNED

 

 

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